N.U.L. (32)
Mi
hermano inglés, John Midmay, me invitó hace ahora tres años a pasar unos días
en Londres. Él había estado un año antes en mi casa de la playa, en Mojácar. Para
no perder la amistad, por el paso del tiempo, firmamos un pacto de sangre por
el cual nos comprometimos a visitarnos de forma alternativa una vez al año.
Una de
las sorpresas que me tenía preparada John era la asistencia a una ópera,
concretamente al festival de Glyndbourne. Salimos de la estación
Victoria con destino a Lewes. Ya en el tren, era más que curioso ver a nobles y
alta sociedad vestidos con frac, ellos; y de largo, ellas, portando cestas para
picnic y sillas plegables. Aunque al lector le pueda sonar chocante que gente
con personal de servicio sean ellos los que porten con el peso. Es una tradición
que se remonta a los años treinta del siglo pasado y en la cual se estableció
de forma no escrita el veto a dicho personal. Con los años, una actividad que
en un principio estaba vetada al pueblo, se democratizó, siempre y cuando el
interesado pudiera pagarse su billete. Cuando John compró los billetes no había
pensado en mí, era una sorpresa para su, hasta hace poco, última pareja, David,
un tipo negro muy divertido procedente de Isla Martinica, y a quien su familia
había repudiado por su inclinación homosexual. Como John no estaba por la labor
de renunciar a tal espectáculo me insistió varias veces en que tenía que estar
en Londres antes del dieciocho de julio, último día que se representaba Madama
Butterfly. ¡Yo, ¿cómo poder negarme a ver a Cio-Cio-San esperando el regreso
del barco de Pinkerton?; y a esa espectacular aria, 'un bel dí, vedremo'!
Tengo que decir que, llegada esa parte de la ópera, siempre empiezo a llorar
hasta que termina la obra.
Cuando
restaban quince minutos para el final, miré a John, quién desbordaba en su
rostro una emoción inusitada, y le pregunté:
—¿Te emociona la obra, como a mí?
—No, lo que me emociona es verme rodeado de
tanta gente guapa. Nunca había estado con tanto noble y gente de la alta
sociedad. Es un sueño.
—Pues disfruta de tu sueño; se termina en quince
minutos.
—¿Tienes que ser tan duro y desagradable?
—No, John, no. Es la vida..., es la vida. Para
los pobres la vida es así, dura y desagradable. No somos como ellos, aunque
vistamos de forma muy parecida, ni siquiera nuestras ropas son las mismas.
CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.
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