N.U.L. (35)
Fermín
Casto Juan siempre ha sido un hombre con poca suerte: perdió a sus padres antes
de los diez años; su abuelo, que pasó a ser su tutor legal, murió dos años más
tarde; y a su tío, que fue el siguiente tutor legal, lo metieron preso para una
larga temporada y ya nunca volvió a salir con vida de allí. La mujer de su tío
Casto no quiso saber nada de la criatura, desentendiéndose de él, alegando
problemas económicos.
Sin
estudios, sin futuro y sin recursos fue acumulado trabajos temporales,
alternado unos y haciendo coincidir otros para sacarse un sueldo extra.
La vida
pareció ir a sonreírle cuando conoció a Maru, su mujer, pero está por problemas
de corazón tuvo que dejar de trabajar; y ahora es él quien debe trabajar para
alimentar dos bocas.
Cuando se
oyen rumores de un ERE, él sabe de sobra que será uno de los despedidos, pues
siempre ha sido así y ha llegado a comprender que forma parte de su sino,
contra el que decidió luchar durante una temporada, para al final desistir.
Ahora, se
gana la vida como socorrista en una playa de Villajoyosa y hoy ha tenido un mal
día. Empezó la mañana olvidando su comida y su móvil en casa. Lleva todo el día
en ayunas y ‘en ascuas’: tuvo que lidiar con un energúmeno que subido a un
peñón a la derecha de la playa hizo caso omiso en varias ocasiones a los
pitidos que le lanzó, saludándole este, en plan de mofa, desde lo alto, antes
de saltar al agua en repetidos saltos —lo cual hizo que avisará a la policía
local para que se encargarán de él, ya que están prohibidos los saltos en esa
zona de la playa—. La intervención policial fue inmediata, pero hizo montar en
cólera al santo protector marino ya que estos se limitaron a amonestar
solamente de forma verbal al saltador.
Más tarde, luchó contra una señora que se vio
ofendida cuando él en las atribuciones de su trabajo regañó a su pequeño, al
que esta había comprado una pequeña barca hinchable con remos, se dedicaba a
dar, más que remazos, palazos a diestro y siniestro contra el agua y contra
todos los bañistas que a su alrededor se encontraban. Lo único que recogió de
esta lid fue un sombrillazo por parte de la señora.
Tuvo sus
más y sus menos con los palistas, que jugando en la orilla y adueñándose de la
zona, golpeaban a base de pelotazos a los bañistas y personas que tomaban el
sol en la arena.
Poco
antes de finalizar su jornada laboral de doce horas seguidas y creyéndose
ninguneado y no respetado casi se les escaparon unas lágrimas fruto de la
impotencia. La guinda fue cuando, a falta de cinco minutos y tras la petición
de unos usuarios de la playa, estos le rogaron que intercediera para que unos
jóvenes bajaran el volumen del altavoz. Personado en la zona, les pidió que
bajaran la música, a lo cual, los jóvenes se negaron; y cuando esté les dijo
que iba a dar parte a la policía, le provocaron lanzándole arena con los pies,
amén de un sinfín de improperios, tales como: ‘¡Corre nenaza!’, ‘¡Uy! ¡Qué
miedo!, va a llamar a su mamá’ o ‘¡Métete el dedo en el culo y sopla! No quería
entrar al trapo, quedaban dos minutos para irse a casa y sopesó que sería mejor
no decir nada a la pareja de agentes con los que se cruzó, una vez finalizada
su jornada y recogidos sus bártulos: salvavidas, banderas, conos..., porque lo
que quería era llegar a casa y descansar. De haber dado parte a los
policías, tendría que haber estado más tiempo con ellos, si estos, finalmente,
se dignaban a sancionarle y no como hicieron los del turno de mañana.
Cuando
abrió la cerradura de la puerta de su casa necesitaba, a especie de terapia,
contarle a su mujer todo lo acontecido durante su ‘día horribilis’.
—Maru,
cariño, si te cuento lo que me ha pasado no te lo crees. No sé si dejar este
trabajo...
Su queridísima esposa le interrumpió para decir:
—Está bien, ahora me lo cuentas, pero primero baja
la basura.
CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.
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