jueves, 22 de julio de 2021

¿Quién socorre al socorrista?

N.U.L. (35)

Fermín Casto Juan siempre ha sido un hombre con poca suerte: perdió a sus padres antes de los diez años; su abuelo, que pasó a ser su tutor legal, murió dos años más tarde; y a su tío, que fue el siguiente tutor legal, lo metieron preso para una larga temporada y ya nunca volvió a salir con vida de allí. La mujer de su tío Casto no quiso saber nada de la criatura, desentendiéndose de él, alegando problemas económicos.

Sin estudios, sin futuro y sin recursos fue acumulado trabajos temporales, alternado unos y haciendo coincidir otros para sacarse un sueldo extra.

La vida pareció ir a sonreírle cuando conoció a Maru, su mujer, pero está por problemas de corazón tuvo que dejar de trabajar; y ahora es él quien debe trabajar para alimentar dos bocas.

Cuando se oyen rumores de un ERE, él sabe de sobra que será uno de los despedidos, pues siempre ha sido así y ha llegado a comprender que forma parte de su sino, contra el que decidió luchar durante una temporada, para al final desistir.

Ahora, se gana la vida como socorrista en una playa de Villajoyosa y hoy ha tenido un mal día. Empezó la mañana olvidando su comida y su móvil en casa. Lleva todo el día en ayunas y ‘en ascuas’: tuvo que lidiar con un energúmeno que subido a un peñón a la derecha de la playa hizo caso omiso en varias ocasiones a los pitidos que le lanzó, saludándole este, en plan de mofa, desde lo alto, antes de saltar al agua en repetidos saltos —lo cual hizo que avisará a la policía local para que se encargarán de él, ya que están prohibidos los saltos en esa zona de la playa—. La intervención policial fue inmediata, pero hizo montar en cólera al santo protector marino ya que estos se limitaron a amonestar solamente de forma verbal al saltador.


Más tarde, luchó contra una señora que se vio ofendida cuando él en las atribuciones de su trabajo regañó a su pequeño, al que esta había comprado una pequeña barca hinchable con remos, se dedicaba a dar, más que remazos, palazos a diestro y siniestro contra el agua y contra todos los bañistas que a su alrededor se encontraban. Lo único que recogió de esta lid fue un sombrillazo por parte de la señora.

Tuvo sus más y sus menos con los palistas, que jugando en la orilla y adueñándose de la zona, golpeaban a base de pelotazos a los bañistas y personas que tomaban el sol en la arena.

Poco antes de finalizar su jornada laboral de doce horas seguidas y creyéndose ninguneado y no respetado casi se les escaparon unas lágrimas fruto de la impotencia. La guinda fue cuando, a falta de cinco minutos y tras la petición de unos usuarios de la playa, estos le rogaron que intercediera para que unos jóvenes bajaran el volumen del altavoz. Personado en la zona, les pidió que bajaran la música, a lo cual, los jóvenes se negaron; y cuando esté les dijo que iba a dar parte a la policía, le provocaron lanzándole arena con los pies, amén de un sinfín de improperios, tales como: ‘¡Corre nenaza!’, ‘¡Uy! ¡Qué miedo!, va a llamar a su mamá’ o ‘¡Métete el dedo en el culo y sopla! No quería entrar al trapo, quedaban dos minutos para irse a casa y sopesó que sería mejor no decir nada a la pareja de agentes con los que se cruzó, una vez finalizada su jornada y recogidos sus bártulos: salvavidas, banderas, conos..., porque lo que quería era llegar a casa y descansar. De haber dado parte a los policías, tendría que haber estado más tiempo con ellos, si estos, finalmente, se dignaban a sancionarle y no como hicieron los del turno de mañana.

Cuando abrió la cerradura de la puerta de su casa necesitaba, a especie de terapia, contarle a su mujer todo lo acontecido durante su ‘día horribilis’.

—Maru, cariño, si te cuento lo que me ha pasado no te lo crees. No sé si dejar este trabajo...

Su queridísima esposa le interrumpió para decir:

—Está bien, ahora me lo cuentas, pero primero baja la basura. 


CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.

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