Estaba
Francisco de Goya y Lucientes pintando a orillas del río Manzanares con una
brisa maravillosa cuando se le acercó un curioso.
—Disculpe,
usted, maestro, ¿no cree que a ese árbol le faltan hojas? Por todo lo demás,
muy bien. Lo digo sólo por el arbolito de la izquierda. Repito, to—do lo de—más,
muy bien.
—Tendré
en cuenta sus palabras. ¡Gracias!
Al día
siguiente, cuando el maestro ya había puesto más hojitas al arbolito, por si acaso,
se presentó una señora, quien quedó maravillada por lo que estaba viendo.
—¡Ay!
¡Ay! ¡Qué preciosidad! ¡Qué manos tiene! ¿Cómo podrá hacer algo tan bonito?
Usted es un genio, un genio. Se lo digo yo.
Tras
media hora de cháchara de la buena mujer, el maestro decidió recoger sus
bártulos y marcharse.
—La tengo
que dejar señora. He quedado para cenar y ya llego tarde.
—Me
imagino que ha quedado con la duquesa de Alba, ¿no es así? Tenga cuidado que
hay mucha gente mala y los caminos están llenos de sorpresas.
Al día
siguiente, el maestro decidió cambiar de sitio, uno que fuera menos transitado
y, por tanto, menos a la vista de curiosos, pero tampoco tuvo suerte. Otro
admirador del maestro que se acercó donde caballete, lienzo y pintor, en una
especie de simbiosis, se fundían con el paisaje, le hizo una observación que
hizo explotar al maestro.
—Perdone
mi intromisión, pero ese arbolito que aparece a la derecha no existe.
El
maestro no pudo hacer otra cosa que decir de forma arisca que era arte y que el
arte no siempre refleja la realidad, que había pintado a miembros de la
realeza, nobles e ilustres que eran tan feos que una vez terminada la obra y
verse bellos no reclamaban al artista, sino todo lo contrario, llegando en
muchas ocasiones a pagar un extra a la cifra inicialmente acordada.
Don
Francisco dudó si seguir pintando en exteriores o volver a su taller.
Finalmente se decantó por salir, pero esta vez acompañado de su sobrina
Galatea. Ella le preguntó por lo que estaba pintando. A lo que su tío respondió
que una escena a orillas del Manzanares. Cosa que le extrañó a la joven, ya que
se habían ido al curso alto del mismo, donde el río se llama Guadarrama, pero
no le hizo ninguna observación, pues su tío le puso al tanto y le pidió que no
permitiese a nadie que se acercara a mirar o a hablar; por lo tanto, ella, mutis.
Pero como
nunca hay dos sin tres, un noble que había sido pintado por el docto pintor lo
reconoció desde lejos y se acercó, siendo obstaculizado por su sobrina. Al
vociferar el noble ante el impedimento de la buena sobrina, el maestro levantó
la vista del lienzo para indicar a su sobrina que le dejase acercarse, cosa que
airó a la moza y que, por ende, sirvió de excusa para no volver a acompañar al
genio.
El noble,
admirador y mecenas de él, le hizo la observación de ciertas nubes que don
Francisco había plasmado y que el esmerado observador no veía por ninguna parte
en el cielo.
Ni que
decir tiene cómo fue la vuelta a casa, con las caras largas de ambos, además de
reproches y tensiones varias.
Al cuadro
ya, casi finalizado, le restaban pocos detalles. Por lo tanto, el último día
del señor Goya, por muy lleno de mirones y curiosos que merodeasen, cual
moscas, no le estropearían el día, pensó don Francisco. Más decidido que nunca
volvió al Manzanares, plantó su puesto y se puso manos a la obra; a dar las
últimas pinceladas entre las alabanzas del vulgo y enhorabuenas de los más
cercanos al caballete. En esto que llegan los ‘mangas verdes’ —para que el
lector más joven llegue a comprender, son unos agentes cuyo equivalente es la
actual policía—, y le piden los papeles que le autoricen a pintar al aire libre.
Incrédulo por lo que acababa de escuchar, se encaró a los agentes gritando a
los cuatro vientos: que qué es eso de los papeles, que si no tienen otra cosa
más importante que hacer, que él no molesta a nadie.
Oído
esto, se abalanza un hombre muy ofendido y les pide a los ‘mangas verdes’ que
lo lleven ante el juez, que le ha pintado en el cuadro y eso va en contra de la
ley de protección de datos, contra la ley de protección intelectual y contra el
buen gusto, pues él era más guapo que el monigote que aparece en el cuadro.
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