N.U.L. (39)
Magdaleno Hiniesta, siempre fue una de
esas personas especiales, tocado por una varita mágica o por la gracia de Dios.
A los ojos de todos, era inteligente, ávido y muy despierto para cualquier
tema.
Con seis años memorizaba cada semana la
programación de la televisión, siendo el orgullo de sus padres ante el resto
del mundo por el talento de su pequeño.
Con ocho años recitaba un libro de
poemas de Antonio Machado que ganó en un concurso de escritura creativa de su
clase que su profesor, don Germán, se sacó de la chistera, únicamente para los
alumnos de su clase, en una demostración, ante los profesores veteranos, de la
validez de la nueva pedagogía.
Con diez años, ganó un concurso de
pintura que unos afamados pintores de la ciudad, del Grupo Tolmo, organizó con
la colaboración del ayuntamiento para descubrir nuevos talentos. Este fue el
punto de partida de su interés hacia las letras en contraposición a las
ciencias. Aunque era un individuo dotado para el cálculo mental, el álgebra, la
aritmética. En el instituto, bien por los profesores, bien por otros intereses
que no compartía con Euler, Fibonacci o Fermat, desconectó del mundo decimal,
fraccionario y de un largo etcétera de campos que lo dividen.
Con doce años aprendió y memorizó todos
los países del mundo con sus respectivas capitales, moneda, renta per cápita,
población, río más importante, sectores productivos y presidente.
Con catorce años entendía y hablaba
correctamente la lengua francesa, interesándose por las películas francesas en
versión original.
A los dieciséis años terminó un ciclo de
f.p. que le abrió las puertas del mercado laboral, aunque continuó aumentando
un currículum a base de más y más estudios, cursos, seminarios, carreras
universitarias... qué lo encumbraron dentro de su familia, de sus amigos, de
sus conocidos y de todos aquellos que le conocían en el barrio como una de las
personas más inteligentes que pudiera haber en España. Más de uno quiso
vislumbrar en él a un futuro ministro de educación o cultura o de las dos
cosas, pero a él la política no le interesó lo más mínimo y declinó cualquier
flirteo con cualquier partido.
Cuando cumplió cincuenta años y estando
de vacaciones en la casa de la playa comentó a su pareja la necesidad de
cambiar de muebles en el apartamento para dar un nuevo cambio a su vida. Le
dijo a su santa esposa que irían a echar un vistazo a Ikea para tomar ideas.
Una vez allí, y con las ansias infinitas de un niño, todo le gustaba. Deseaba
tener una mansión, como las que muestran los famosos en Malibú, Hollywood o
Honolulú para comprar todos los muebles que veía y amueblar las cerca de cien
habitaciones que tendría esa su imaginaria mansión.
Magdaleno tanteó a María Pilar para conocer los gustos de la santa y cuando
comprobó en cuáles coincidía con ella, le propuso cambiar su salón por aquel
que tenían ante ellos en la exposición. Magdaleno preguntó a la santa:
—Sí. No está mal.
—Pero, ¿está bien o está mal?
—Sí, está bien.
—Pero, ¿te gusta?
—Sí, me gusta.
—¿Tanto como para comprarlo?
—Sí, aunque no sé si debemos.
—¿Por qué?
—Porque debe ser muy caro.
—No, mira los precios. Si sumamos todo, no llega a los dos mil quinientos euros.
—¿No es mucho?
—Más sería comprándolos en otro sitio.
—Pero en otro sitio te los dan montados y te los llevan a casa y son más
buenos.
—¿Te parecen malos?
— Me parecen de Ikea.
—¡Anda, claro! Es que estamos en Ikea.
— Lo que quiero decir es que te los tienes que llevar tú, coger mucho peso,
que quepan en el coche y luego montarlos.
—Yo los montaré.
—¿Tú?
—Si todo el mundo lo hace, ¿yo no voy a saber?
— No digo eso.
—¿Entonces?
—¡Ay, mira, chico, haz lo que quieras!
En eso que viene una empleada de la tienda.
—¡Buenas tardes! ¿Puedo ayudarles en algo?
—¡Hola! Sí. ¿Cuánto cuesta toda la composición que estamos viendo?
—Toda, dos mil trescientos euros.
—¿Has visto, cari? Encima, más barato de lo que te he dicho.
— Ya —soltó el monosílabo la santa, como quien se tira un pedo tratando que
no suene.
—Nos los llevamos todos —dijo el señor Hiniesta a la dependienta.
María Pilar, viendo cómo se envalentonó el diestro montador de muebles
dijo:
—Echa el freno, Magdaleno.
—¡Eh! — solo pudo contestar Ícaro cayendo de las nubes.
—Llévate uno y si cuando lo termines te encuentras con ganas, venimos por
más.
CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.
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