N.U.L. (5)
Eliodoro Sahagún, funcionario correcto y hombre obsesivo de
las buenas formas, la urbanidad, el decoro y el respeto hacia los demás, salía siempre
de su casa a las 7:35 horas para acudir puntualmente a su trabajo y siempre con
un margen de unos diez minutos de adelanto ante cualquier imprevisto.
Eliodoro era un hombre que ayudaba en todo lo que podía a
sus vecinos. Ayudaba a las mujeres subiendo bolsas de la compra, sujetaba la
puerta a las familias que acudían con un cochecito de bebé, retenía la
correspondencia o paquetes de los vecinos cuando estos se encontraban fuera de
vacaciones. En definitiva, el vecino ideal que todos quisiéramos tener.
Una mañana, al coger el ascensor, notó más tráfico de lo
normal. Cuando los vecinos paraban en su planta, si alguno le invitaba a pasar,
él declinaba cortésmente la invitación alegando con buen criterio que no podían
sobrepasar el límite de peso autorizado. Esta misma acción se repitió hasta
cuatro veces. Decidió bajar las escaleras andando hasta llegar a la planta del
garaje. Cuando se detuvo a abrir la puerta del bajo que comunicaba con el
garaje, no tenía la llave para poder abrir la puerta; habían cambiado la
cerradura hacía un par de meses coincidiendo con su estancia en el hospital por
una operación que le retuvo durante una semana ingresado.
Una vez en el garaje, más de lo mismo; el tránsito de
automóviles abandonando la cochera era impresionante. Multiplicaba por cuatro o
cinco el tráfico normal de cualquier otro día. Él, que siempre ha sido un
hombre muy educado, cedía el paso a todos los vecinos ya que su plaza estaba
muy mal situada, concretamente a escasos cinco metros de la salida. No podía
comprender que ese día hubiera tanto vecino ansioso por salir. Cuando ya se
despejó del todo el barullo, comprobó que una vecina que acababa de entrar
sacaba un bulto del maletero con unas dimensiones descomunales y las que la
pequeña mujer a penas podía hacer frente con su escasa fuerza. Él, cómo no,
tenía que ayudar a la dama en cuestión rememorando a aquellos caballeros
medievales que siempre salían en defensa de las damiselas que se encontrasen
enclaustradas en la almena más alta del castillo de turno.
Cuando terminó de ayudar a la mujer, un cartel le llamó la
atención, pero dejaría su lectura para más tarde, cuando volviera del trabajo; llevaba prisa y no quería que
ese fuera su primer día en llegar tarde a su puesto de trabajo, puesto al que
no había faltado ni llegado tarde ni un día solo en más de veinticinco años de
servicio para la administración. (Salvo la semana de su hospitalización.)
Eliodoro presionó el botón de salida de su mando a
distancia, pero la puerta no se abría. Debían ser las pilas, pensó. Apretó
varias veces el botón del susodicho mando, pero ni con esas. Tuvo la genial
idea de abrir la tapa del compartimento de las pilas para girarlas un poco; eso
suele funcionar con el mando del televisor. Tampoco. La paciencia de Eliodoro se
acababa. Pensó que tarde o temprano acudiría un vecino al que le explicaría su
situación para que le permitiese salir delante. El soñado vecino no aparecía y
los minutos avanzaban. Con esa impaciencia que no nos permite permanecer
parados se decidió por salir del coche. Reparó en el anteriormente citado
cartel, el cuál informaba de un corte de suministro eléctrico que tendría lugar
ese mismo día poco antes de las 8:00 de la mañana.
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