Amr
Al Zoghbi nunca había salido de su
aldea, junto al lago Umm al-Maa. El
Mar de Arena de Ubari, al suroeste de Libia es una composición de dunas de
arena de una belleza sin igual, más que nada por el contraste del gigante de
arena y los lagos, vergeles en medio de la nada.
Amr
Al Zoghbi ha visto cómo la aldea se ha ido despoblando, Ahora solo quedan cuatro
familias, aunque en realidad todas las familias son la misma. Ha visto cómo un
día desapareció un primo, luego lo hicieron dos más y a estos los acompañaron
casi todos más tarde. Después de los hombres jóvenes desaparecieron los adultos
y después de estos, sus mujeres e hijos también desaparecieron al encuentro de
los hombres que anteriormente emigraron para buscar un nuevo hogar.
Amr
Al Zoghbi no podía comprender cómo un hombre podía abandonar el paraíso. No hay
nada en el mundo que justifique salir del Edén, sentenciaba. Él solía hacer,
día tras día, el mismo ritual: sentarse a la orilla del lago para contemplar
cómo el sol se ocultaba entre las dunas y cómo dibujaba el sol con tonos rosas,
naranjas, blancos, amarillos y celestes en el agua del lago. Para él no había
espectáculo más grande en el mundo. Cada día a la misma hora se fundía con la
aturaleza para sentirse más cerca de Al-lāh y le daba
gracia por todo lo que le había brindado en la vida.
Una extraña enfermedad acabó
con la vida de su mujer Nawal, con la de sus hijas pequeñas y la de sus dos únicos
hijos que aún vivían con él. Los mayores emigraron como tantos otros. Ante
tanta muerte se sintió solo y culpaba a Dios de haberle privado de aquella
felicidad que antes tuvo. Aunque seguía repitiendo al atardecer el ritual
diario de seguir sentándose a orillas del lago Umm al-Maa al atardecer, no lograba provocarle
los mismos sentimientos que antaño. Se preguntaba qué podía hacer allí un lago
en medio de la nada del desierto,
por qué se le privaba al lago de reunirse con oras aguas y fundirse con ellas
creando un mar. Un día recibió un mensaje de uno de sus hijos que se
encontraban en Europa, le instaba a reunirse con él y su familia. Su hijo le
mandaría el dinero necesario para que se pudiera reunir con la familia que le
quedaba. Su hijo le decía que ya no había nada que lo uniera a esas tierras
yermas y malditas, que la medicina en Europa hubiera conseguido combatir la enfermedad
que acabó con su madre Nawal y con sus hermanos pequeños, que en Europa estaría
todos juntos…
Una
tarde, Amr sentado en la orilla no sabía cómo despedirse de aquel lago que
sentía formar parte de él. No lo podía explicar, pero creía que el lago era una
prolongación de su alma. Seguía resentido con Al-lāh y se
preguntaba sin encontrar respuesta alguna qué hacía ese tesoro de la naturaleza
allí rodeado de un desierto inhóspito del que todos huían. Con lágrimas en los
ojos se despidió para siempre de Umm al-Maa. El lago, también, pareció querer
despedirse también de él; unas nubes que se encontraban encima de él dejaron
caer algunas gotas, cual lágrimas saladas.
Hace
doscientos mil años, esta región fue húmeda y muy fértil. Solía llover de forma
abundante y los ríos fluían como lo hacen hoy en Europa. Estos ríos convergían
en un gran lago en la cuenca del Fezzan llamado Lago Megafezzan. Durante los
periodos húmedos el lago alcanzaba un tamaño que parecía un mar interior.
El cambio climático provocó
que la zona, una parte del Sahara, se secase paulatinamente hacia la época de
la civilización egipcia y el lago se evaporó en el aire.
Amr,
también se evaporó del desierto siguiendo la invitación de su hijo Omar. Cuando
llegó a Europa le sorprendió la grandeza del océano. Le pareció sobrecogedor.
Nunca hubiera imaginado que podía existir algo de tamaño tan enorme. Se
preguntaba cómo era posible que existiera algo semejante. Enseguida supo que
era creación de Al-lāh, que todo lo que le sorprendía en su
nuevo hábitat era creación de Al-lāh. Entonces se sintió terrible por
haberle dado la espalda durante los últimos tiempos. Creyó sentirse
reconfortado con su dios; se volvió a reencontrar con él. Se sentaba en el
muelle del puerto, pero no encontraba las palmeras que antes lo saludaban cada
atardecer. Se acordaba tanto de su lago que cayó en una nostalgia que le hacía
preguntarse por qué había abandonado un hogar que era su razón de ser. Sentía
que le faltaba algo, le faltaba el alma. Entonces reconoció que aquella porción
de agua en medio de la nada era su alma y que había renunciado a ella.
Cuando su hijo le miraba a
la cara se apenaba de su padre, pensaba que el viejo extrañaba a su mujer.
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