N.U.L. (37)
El uno de
agosto de mil novecientos treinta y ocho, un mes antes del estallido de la
guerra, Samuel Bauer comenzó a trabajar como representante de lencería de la
marca Hugo Boss. Los dos primeros años, a pesar de encontrarse sumidos en la
guerra, fueron prósperos en ventas para Samuel y, por ende, para la marca.
Para
recorrer las grandes distancias que separan unas ciudades germanas de otras no
tenía más remedio que tomar el tren. De todos modos, él no contaba con
automóvil.
Una
tarde, y viajando en un vagón, remontándose a su infancia, recordaba cómo y
cuán injusto llegó a ser cuando se metía con los compañeros de colegio, siempre
contra los más débiles. Recordaba cuando acosaba al pequeño Helmut y le decía
una y otra vez que era mariquita porque era como su padre, que también era
mariquita y que le gustaban los hombres. También le venía a la memoria otra
vez, que hicieron llorar él y Gustav a Arno, un alumno de dos cursos
inferiores; le hicieron ir por la calle con una peluca y un vestido de mujer
que Samuel le quitó a su madre. En ese momento que la imagen de Arno le hizo
esbozar una pequeña sonrisa, el tren paró en Dūsseldorf. Subieron unos soldados
pidiendo la documentación a todos los viajeros. Cuando llegaron a su lado,
Samuel empezó a sudar y a hacer movimientos extraños que denotaban un
nerviosismo que no pasó desapercibido a los gendarmes alemanes. Uno de ellos,
con mirada inquisitoria y voz de ultratumba, le ordenó que le mostrara la
documentación. Una vez que se 'desprendió' de la documentación, cual ascua
ardiente, otro soldado, mirando a la maleta que había dejado sobre su cabeza en
el portaequipaje, le pidió que la bajará y la abriese. Ahora, con más pausa, y
hasta indecisión, titubeó ante los ojos opresores de sus vigilantes. De nuevo,
una orden, al compás del taconazo de la bota del soldado más nervioso, retumbó
dentro del vagón. Los ojos del resto del pasaje se clavaron en la persona de
Samuel. Ahora, este, con sudores que manaban a chorros manchando su camisa,
negaba con la cabeza mientras permanecía en silencio. Un saldado, arrebatándole
la maleta de sus manos, con cierto forcejeo, la abrió, a la vez que el
representante del textil, cual avestruz, metía la cabeza entre sus piernas. El
otro soldado le levantó la cabeza con violencia tirando del cuello de la
chaqueta para que fuera testigo del contenido de la maleta que ellos también
estaban viendo, pero de forma atónita.
-¿Esta
maleta es tuya?
-Sí, pero
no es lo que parece.
-Pues lo
que parece es que eres uno de esos degenerados maricones.
-No es mío.
-¡Ya! Es
de tu novio, ¿no?
Samuel,
bajando del tren a empujones, lloraba con la misma impotencia que Helmut y
Arno, pero con treinta años más.
CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.
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