N.U.L.(36)
Kyriakos Sakellaropoulou, saltador griego y
representante de su país en los mundiales de natación, a punto de realizar el
último salto en la prueba de gran salto, concretamente veintisiete metros de
altura, y a falta de dos participantes, tan solo debía asegurar con este su
último salto para ser bronce o arriesgar si quería optar al oro.
Cuando la tarde caía y en el horizonte el sol
disputaba con las montañas un hueco por donde colarse entre ellas, Kyriakos se
dio la vuelta cuando estaba en el borde de la pasarela. Los comentaristas de
todas las televisiones se quedaron mirándose los unos a los otros, perplejos y
sin comentario alguno que rellenara las imágenes que los espectadores estaban
observando. En un alarde técnico por parte del realizador, este conectó con la
piscina central donde se iba a dar comienzo a una serie clasificatoria de cien
metros libres.
Volviendo al tema que nos ocupa, a Kyriakos. Su
entrenador, Alexis Márkaris, subió escopetazo los veintisiete metros que
separaban el 'olimpo de los dioses' del suelo que él pisaba. El único pupilo
que había tenido en treinta años capaz de encumbrare como hacedor de un
campeón mundial no podía en el último momento hacerle eso. Exhausto y con el
corazón en la boca, cuando llegó arriba solo pudo decir:
—Por tu padre, Kyriakos, por tu padre... ¿Qué coño te
pasa?
— Tú lo has dicho, es por mi padre.
—Por tu padre, ¿qué?
— Que no puedo saltar, que me acuerdo de mi padre y no
puedo saltar.
— Pero, ¡qué gilipolleces me estás contando!
— No son gilipolleces, es algo muy emotivo.
— ¡Emotivo, los cojones! O saltas o te tiro yo mismo.
Kyriakos recordaba que cuando era pequeño, más o menos
tendría siete años, su padre lo regañó por irse a la zona de trampolín, donde chavales de
doce años hacían sus primeros pinitos en el trampolín de un metro. A punto de
saltar el intrépido alevín Kyriakos, su padre, cogiéndole del brazo y con buenas
palabras, sin regañina ninguna, le hizo ver que podía partirse el cuello.
Kyriakos y su padre entre la mofa y las risas de la chavalería, marcharon
en dirección a donde la familia había extendido las toallas en el césped de la
piscina. Kyriakos recordaba las palabras de su padre con lágrimas en los ojos y
con un orgullo inusitado de hijo le confesó:
— Mi padre fue muy bueno; nunca me pegó ni me regañó.
Lo hecho mucho de menos, murió cuando yo disputaba el anterior mundial y no
pude despedirme de él.
— Eso está muy bien. Eres muy buen hijo y el fue muy
buen padre, pero ahora tienes que saltar. Hazlo por él.
— No puedo.
— Pues hazlo por tu madre, o por tu hermana o por
quien te salga de los cojones, pero salta Kyri, ¡Por Dios!, salta Kyri.
— No ves que me falta paz y motivación.
Dando un resoplido de impotencia, Alexis solo pudo
decirle, mientras comenzaba, apesadumbrado, su descenso por la escalinata:
— A ti lo que te falta es la ostia que no te dio nunca
tu padre.
CARLOS BUSTAMANTE BURGOS.
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